El Evangelio de Marcos de este domingo (04/11/2024) se hace eco de una importante polémica del judaísmo rabínico contemporáneo a Jesús sobre cuál era el corazón de la Ley judía. Una escuela defendía la importancia del cumplimiento íntegro de las leyes y preceptos, aunque fueran cuestiones de detalle. La segunda destacaba el amor al prójimo como fundamento de toda la Torah y defendía, por tanto, una interpretación más flexible. Esta línea de pensamiento es la que seguiría Jesús, si bien la presenta con una formulación que tiene bastante “miga”.
Para Jesús no hay un mandamiento principal, sino dos al mismo nivel: el amor a Dios y el amor al prójimo. En realidad, encontrar este equilibrio no es fácil. Amar a Dios, a quien no se ve, a priori parece muy difícil, pero otorga una solidez moral e intelectual, una visión del mundo ordenada, un horizonte vital que ha inspirado a muchos seres humanos. El riesgo es caer en la intolerancia frente a los que no comparten este ideario. En sentido contrario, también muchas personas han centrado su vida en torno a la solidaridad o el compromiso con los desfavorecidos. Es el caso de algunas ideologías de izquierda. Pero el riesgo es el nihilismo o la lucha por el poder cuando se comprueba lo complicado que es cambiar determinadas actitudes, y determinadas estructuras sociales.
Jesús nos enseña que ambos amores se alimentan mutuamente. Amar a Dios es amar un absoluto, que se relaciona con el bien, la belleza, la verdad. Un absoluto que no engaña, ni decepciona, sino que me lleva a la plenitud. Pero entenderlo desde el amor al prójimo, implica aterrizarlo, incorporar la complejidad y ambigüedad humana para no caer en el fanatismo. Amar al prójimo nos hace sensibles a la realidad social, especialmente a la injusticia y a la marginación. Pero hacerlo desde el amor de Dios nos hace no perder la esperanza, y buscar eso sagrado y único que habita dentro de cada ser humano, a pesar de los fracasos y las decepciones.
Pero, ¿cómo se puede aumentar este amor?, ¿cómo se pueden desarrollar ambos en paralelo? Querría sugerir dos caminos convergentes:
En primer lugar, la lectura y meditación asidua de la Palabra de Dios. Aunque haya sido escrita por seres humanos, tiene un algo trascendente que nos puede llevar más allá de nosotros mismos. Estudiar las Escrituras es entender el mundo y el corazón humano, y el conflicto continuo entre el bien y el mal que marca nuestra historia. En ella, Jesucristo aparece como su mejor horizonte de reconciliación. Aunque haya ambigüedades y distancias que se tardan toda la vida en superar.
En segundo lugar, el adentrarnos en las profundidades del corazón humano. Para ello es necesario empezar por el nuestro, por la cantidad de sentimientos, pensamientos y emociones que nos embargan, y a veces sacuden en direcciones opuestas. En mi experiencia, ser conscientes de este mar en el que navegamos es el mejor antídoto contra la intolerancia y el enfrentamiento. Nos hace comprender y ver a los otros bajo otra lupa. Nuestras luchas internas no son distintas de las de los demás. Quizás no hemos sufrido determinadas situaciones, pero si comprendiéramos las de los demás, no juzgaríamos con tanta rapidez o tan duramente.
Desde Jesucristo entendemos que Dios nos ha dado la gracia de estar vivos y nos ha concedido muchos dones. A semejanza suya, nos propone integrarlos, poniéndolos al servicio de otros más necesitados.
Os recuerdo el retiro que hemos lanzado los días 14 al 19 de enero de 2025. En el Castillo de Javier (Navarra). Si queréis más información, escribid a retreatradical@gmail.com.
San Jerónimo y un rabino, detalle
Guercino, hacia 1622
©Museo Nacional del Prado
Para reflexionar:
1. ¿Qué significa para ti amar a Dios con todo tu corazón, toda tu alma y todas tus fuerzas?
2. ¿Es fácil amar al prójimo?, ¿qué cosas ayudan y qué cosas alejan?
3. ¿Experimentas que tu autoconocimiento aumenta tu amor a Dios y al prójimo?
La pregunta que le plantean a Jesús es una de esas grandes preguntas sobre las cuestiones esenciales a las que nos enfrentamos en la vida y que de manera estricta, no son más de dos, tres, a lo sumo; pues el resto de problemas o actitudes derivan de manera directa o indirecta de éstas que son las nucleares. Recuerdo que cuando aprendíamos los mandamientos, los diez quedaban reducidos o contenidos en estos dos: " amar a Dios por encima de todas cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos ".
La entrega a las obras buenas, a los hombres y sus necesidades, a la solución de las numerosas injusticias que siguen sin resolverse no la podremos llevar a cabo si pensamos que lo podemos hacer por nosotros mismos, por nuestras propias fuerzas. Seguro que hemos experimentado la necesidad de la conversión, de ser mejores, de ayudar a cambiar la vida de los demás, y los habremos intentado más de una vez hasta abdicar por agotamiento, pues hemos olvidado que nuestros afanes y la confianza absoluta en nosotros mismos no es suficiente. Cuando lo fíamos todo al principio de la acción por la acción y lo reducimos a una actividad frenética, puede que salgan adelante y se hagan realidad obras buenas, que se logran la implicación de muchas personas que trabajen por la justicia, pero que en el camino se han olvidado de Cristo, pues nos e trata de ser mejores, sino de convertirnos a Cristo y no a las buenas obras. La conversión cristiana la va a realizar el Espíritu de Jesucristo, y nos va a a capacitar para hacer las obras buenas, pero hay que escucharle, hay que dejarse hacer. La fe es confianza y de la confianza nace el abandono en Cristo.
Sin duda ninguna que hay que esforzarse a diario por remover los obstáculos que se interponen para que seamos mejores, para que continuemos con las buenas obras; pero todo ello, desde un cambio de perspectiva. Tanto es así que la totalidad en la entrega a los demás se halla en el encuentro personal con Cristo y la fidelidad a la Gracia. Por ello, el cumplimiento estricto de las disposiciones legales, en los términos literales, como lo entendían los contemporáneo de Jesús no cambia a las personas; sólo el amor de Dios explica que el cumplimiento legal esté absorbido de amor desbordante y calme no sólo el hambre y la sed, sino el deseo de eternidad y trascendencia que explicará la vida y las obras de los creyentes.