Hace ya años que hice el Servicio Militar obligatorio, poco antes de que se terminara definitivamente en 2001. Tuve la posibilidad de acogerme a lo que se llamaba entonces el Servicio de Formación de Cuadros de Mando, o más popularmente, las milicias universitarias, que permitían cumplir con esta obligación durante o al acabar los estudios universitarios. En mi caso, el Cuerpo escogido fue la Infantería de Marina. Tengo numerosas anécdotas, en una de ellas el capitán nos explicaba qué países tenían las mejores Infanterías de Marina del mundo. La primera era el Reino Unido. Bastante arriba también estaba – cómo no – la española, y más abajo, la estadounidense. Recuerdo los sentimientos ambiguos con los que escuchábamos la alabanza de la habilidad de aquellos soldados españoles mal dotados respecto al poderío militar y tecnológico del gigante americano. A juicio del capitán, la razón del primer lugar de los británicos es que “no le tenían miedo a la muerte”. Años después leí un reportaje que explicaba por qué: en su formación tenían que superar pruebas que ellos pensaban podía implicar la pérdida de la vida.
Entre las lecturas de este domingo (02/02/2025) figura un extracto de la Carta a los Hebreos, en las que su autor explica que la Cruz de Jesús “liberó a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos”. Efectivamente, el deseo de poder y el miedo son probablemente los factores más fuertes que determinan la mayor parte del actuar humano y, que, a juicio del autor sagrado, nos esclavizan.
El cristianismo supuso una inversión radical de este instinto de supervivencia humana. La insistencia en la materialidad de la resurrección de Jesús de los relatos bíblicos transformó la sensibilidad y la conciencia de tantas personas que, a lo largo de los siglos, han aceptado padecimientos y muerte por defender su fe en el Dios hecho hombre que entregó su vida por amor. Se necesita una convicción muy profunda para superar esos impulsos de poder y miedo que compartimos todos los seres humanos. Sin embargo, cuando nos liberamos de este miedo florecemos y hacemos cosas que no nos habíamos atrevido nunca a hacer.
La anécdota comentada surge a raíz de un reciente artículo de La Vanguardia (29/01/2025) en la que el escritor y guionista Agustín Martínez (Murcia, 1975) explica que “una vez que Dios desaparece de la ecuación, no hay nada que nos genere la necesidad de ser buenos”. Para el autor todo el actuar humano es consecuencia del relativismo cultural y moral de cada época, incluidos los conceptos de bien y mal.
Efectivamente, vivimos en una época de colapso moral. Para unos porque el mercado y las ansias de riquezas hacen cualquier cosa deseable si tiene valor económico. Para otros porque todas las normas morales son relativas y, además están asociadas a esquemas religiosos o “patriarcales” que se quieren superar. Estas formas de pensar en un contexto en que los avances tecnológicos están permitiendo – junto a algunas cosas muy buenas – cambiar todas las normas sociales, y la propia concepción del ser humano, puede tener consecuencias muy profundas. Especialmente cuando suceden en un clima de fuerte polarización y competencia entre algunos países por el dominio mundial.
La mayoría de la sociedad se deja llevar por estos cambios. Bastante tenemos con mantener la barca a flote, porque de distintas maneras nos afecta a todos. La aparente riqueza en la que se vive en Occidente también genera no pocas ambigüedades. Pero en nuestra conciencia sabemos que hay algo más. Hay algo del ser humano que resulta muy difícil de definir, pero no todo es cultural. Estamos hechos de amor y solo encontramos la paz y la satisfacción profunda cuando hacemos algo realmente bueno que nos transciende. O cuando otros nos lo regalan. Este es el ejemplo de Jesús. Quien piense que esto es relativo es que no ha entrado en la profundidad del sufrimiento ni de la felicidad humana. ¿En qué cambiarías tu vida si estuvieras convencido de que Jesús nos espera al otro lado de la puerta de la muerte?
Viaje de la santísima Virgen y de san Juan a Éfeso después de la muerte del Salvador, detalle
Germán Hernández Amores, 1862
©Museo Nacional del Prado
Para reflexionar:
1. ¿Tienes experiencia de la ambigüedad de la muerte, con su parte de miedos y parálisis, y su parte de impulsora del deseo de dejar un legado o una huella en este mundo?
2. ¿Has experimentado alguna vez la liberación que supone liberarte de tantos miedos?
3. ¿Compartes el diagnóstico sobre el colapso moral en el que vivimos?, ¿por qué?
Cuando reflexionamos interiormente o abordamos en diálogo la realidad de la muerte, se tiene la impresión de que esta realidad nos sobrepasa y excede nuestro entendimiento.Incluso, en ocasiones, rehuímos el tema pues nos impone , al menos, un cierto respeto. No resultará ajeno a esta actitud, el apego que mostramos a los bienes materiales y que sujetan y limitan las ansias de trascendencia que podamos mostrar.
Resulta necesario aludir al miedo, como fuerza que nos paraliza, nos entretiene y nos distrae con una intensidad que pueda resultar, en ocasiones, irresistible. Llegué a comprender este hecho cuando me explicaron la razón por la cual la alusión al miedo, el empuje para vencerlo y no dejarse ganar por él, era la palabra más repetida en los evangelios. Si la fe es confianza, el miedo quiebra la confianza y va minando la fe y nos aleja del Padre que sabemos es bueno y misericordioso y todo lo que hace y dispone ,es para bien nuestro. Si verdaderamente confiamos en Él, no interpondríamos tantos obstáculos y resistencias en abandonarnos en sus brazos. En la medida en que profundizemos en la fe, entenderemos que la Providencia para con nosotros es una de las pruebas del amor de Dios y que todo es gracia y don.
No deja de ser cierto, también, que cuando vivimos la muerte de cerca, a través de las personas más queridas y cercanas nuestras, es cuando nos sobresalta una mayor preocupación por dar prioridad a lo que realmente importa en la vida de un cristiano que es no perder el anhelo de trascendencia y tener presente que somos hechos para la eternidad.