Iniciamos hoy esta serie de escritos que presenta ante todo una convicción personal. Que el cristiansmo sigue teniendo mucho que ofrecer en esta época histórica, aunque haya mucho que cambiar o que adaptar. Que forma parte central de la historia y de lo que entedemos que es, y debe seguir siendo, un ser humano. De aquí el título que le hemos puesto a esta serie: redescubriendo el cristinanismo.
Dentro de las fases en las que se divide el año cristiano, estamos en tiempo de cuaresma. Es la preparación para celebrar su acontecimiento principal: la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Cada domingo la iglesia católica propone unas lecturas. Las de hoy (2Cro 36,14-16.19-23; Ef 2,4-10 y Jn 3,14-21) están atravesadas por un hilo común: la presencia del pecado en nuestras vidas y en nuestra sociedad.
No es fácil hablar de pecado hoy. Suena a otra época, a una comprensión distinta del mundo, superada por tantos avances tecnológicos y científicos. O también a una pretensión moral de juzgar lo que es correcto que ya no es legítima, en este tiempo en el que parece que apreciamos tanto la diversidad individual y cultural.
No obstante, la realidad de fondo a la que se refiere sigue estando tercamente presente. Somos muy conscientes de ello. La fuerte polarización social y política, fenómenos como el cambio climático u otros factores que amenazan nuestro medio vital, o la dificultad de llevar vidas estables y con sentido, parecen rodearnos desde todas las direcciones.
Significativamente, también parecemos incapaces de reaccionar frente a ello. Expresiones como la lucha por la justicia parecen haber perdido mucho brillo. Estas ideas ya no movilizan los partidos políticos de antaño, ni movimientos sociales relevantes. Los intereses económicos dominan todo. Una vida digna se asocia más a tener condiciones materiales suficientes o las posibilidades de expresar sin restricciones la sexualidad que al crecimiento humano o espiritual de la persona. Poco importa que una parte importante de la población esté excluida de estos beneficios. En el fondo solo están al alcance de una parte, pero que tiene un poder y una capacidad enorme de influir sobre el discurso público a través del control de los medios de comunicación.
La contemplación casi impotente de los conflictos que nos asolan, es buen ejemplo de lo que decimos. Las estructuras de poder son tan densas y contradictorias que vemos, sorprendidos, cómo un mismo país suministra armas a un bando y envía alimentos al otro. Nos deslizan lenta-mente a un conflicto mundial. Estamos como paralizados, inermes; en el fondo indefensos.
Creo que la desaparición del concepto de pecado tiene que ver con esto. Conlleva la disolución de las categorías que identifican lo que está bien y lo que está mal. No es que el discurso moral o ético haya desaparecido. Al contrario, los medios de comunicación más progresistas están repletos de mensajes morales. Lo único que no es fácil asociarlos con valores objetivos y universales, sino con los intereses de determinados colectivos o grupos de presión que dominan la agenda pública.
El cristianismo – y la tradición de la que nace – nos recuerda que sí existe un elemento objetivo de moralidad. Es la vida. Dar vida, hacerla crecer y desarrollarse, cuidarla en sus etapas finales es siempre moralmente bueno. Y por vida no solo se entiende lo biológico, sino también lo cultural y espiritual. Todo lo que crea relaciones humanas o vínculos más sólidos y duraderos, más harmonía en las relaciones sociales, más compromiso y sentido vital es bueno. Por supuesto, el ajuste fino al caso concreto siempre será delicado, pero el ejemplo de Jesús de Nazaret dando libremente su vida por otros es el mayor ejemplo – y más revolucionario – de una acción moral que jamás haya existido.
Pecado es, por tanto, todo lo que atenta contra lo anterior. Todos los exclusivimos, egoísmos, actos de apropiación, etc. que acaban poniendo a unas personas por encima de otras. Quien vive así acaba pagando un alto precio por ello, porque dificulta que se desarrollen las relaciones auténticamente humanas, que son las que se basan en el amor.
La paradoja es que siendo todo esto cierto, no es un lenguaje cómodo hoy en día. Hoy, además, es también necesario adaptarlo a un mundo mucho más consciente de su diversidad buscando un sustrato común. Pero siempre hay algo que podemos hacer. De entrada, meditarlo, sopesarlo y convencernos de ello. Después intentar vivirlo con más intensidad y abordarlo a través de muchas conversaciones. Como cristianos somos depositarios de un gran tesoro, de una gran verdad. Siguiendo el ejemplo de Jesús de Nazaret, sabemos que puede haber incomprensión, pero en el fondo si somos capaces de hablar de corazón a corazón tocaremos la semilla de verdad que anida dentro de cada uno de nosotros.
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